Rodrigo Muñoz-González
Es académico e investigador de la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva de la Universidad de Costa Rica, donde ha desarrollado una destacada trayectoria en el análisis crítico del discurso, los estudios culturales y la comunicación mediada por tecnologías. Su formación interdisciplinaria y su enfoque humanista le han permitido vincular la comunicación con la literatura, la filosofía y los estudios sociopolíticos contemporáneos. Su aguda sensibilidad para el lenguaje y su mirada crítica convierten sus intervenciones en valiosos aportes para el diálogo entre la comunicación y las humanidades.
Tal vez, el pasado no es algo que queda atrás, sino que se queda con nosotros, cambiando, cambiándonos y señalando de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Esto es lo que nos propone El Lago de la Memoria de José Francisco Correa, una novela que nos plantea el regreso de Victoria a una patria perdida, un regreso en el cual ella debe enfrentar las consecuencias de su exilio y las verdades de buscar una coherencia política que puede reivindicar ideales de humanidad pero que puede conllevar alejamientos de esas personas que justamente construyen esa humanidad: su hija y su familia.
José Francisco nos da una aventura en la cual Victoria se pierde con su nieta Arlen en un mundo de objetos perdidos. Y en esto está una de las principales irreverencias de la novela––porque esta novela tiene muchas irreverencias que nos permiten navegar y hacerle frente a los ensueños y a los filazos de nuestras memorias. En este mundo se encuentran todas esas cosas que hemos ido dejando tiradas por nuestras vidas, que hemos perdido, que hemos olvidado, pero que alguna vez les dieron sentido a nuestras realidades.
Al estar en un mundo lleno de objetos que ya nadie recuerdo, José Francisco nos permite comprender algo crucial: el olvido y la memoria son hermanos siameses. Recordar conlleva darle énfasis a algo, rescatarlo de todo lo que hemos dejado atrás. En esta acción, irremediablemente, descuidamos y, por ende, olvidamos, otros eventos, acontecimientos, o cosas que también sucedieron.
De la misma manera, olvidar puede implicar un esfuerzo explícito por esconder algo que nos duele, que nos molesta, que nos transporta a nuestros peores momentos. El olvido puede ser opresivo y autoritario, como es el caso de los regímenes políticos que buscan esconder sus crímenes. Pero también puede ser terapéutico, permitiendo encontrar espacios para tomar impulsos hacia nuevos horizontes.
La memoria, nos dice José Francisco, es un lago: grande, con profundidades que a veces nos atrevemos a bucear o que queremos evitar. En la novela, Victoria debe aprender a sumergirse con su nieta en esas aguas que a veces la ahogan pero que debe navegar para empezar a hacer las paces con lo que ganó gracias a su militancia política, pero también con lo que perdió.
Quizás, podríamos decir que la memoria es lo que nos hace humanos. Porque esta no es solamente una facultad biológica, algo que nuestra cognición puede hacer. No por nada, Aristóteles la problematizó en su obra Parva Naturalia, la cual es un compendio de tratados en los cuales discute diversos fenómenos naturales que son considerados esenciales de la experiencia humana.
El filósofo griego distinguía entre mnēmē (μνήμη), la emocionalidad individual que da pie a la memoria simple, y anamnesis (ἀνάμνησις), la búsqueda activa de recordar. En este sentido, para Aristóteles hay una diferencia fundamental entre una habilidad cotidiana (por ejemplo, acordarme dónde dejé el carro en el parqueo), y un propósito pronunciado de ubicar algo en el pasado, de darle forma (por ejemplo, crear un álbum de fotos, a la antigua o en nuestro teléfono).
Es en esta segunda instancia en la que José Francisco hace su poderosa intervención. En la novela, Victoria justamente debe darle forma a su pasado. Al llegar al mundo de las cosas perdidas, ella y su nieta se dan cuenta que están atrapadas. Salir significa emprender una aventura llena de recuerdos ajenos y propias, superar una serie de obstáculos que dan una lección muy importante: el pasado no es algo terminado, siempre está rearmándose, está conectado con nuestro presente y nuestro porvenir. Victoria retornó a Nicaragua para encarar un nuevo futuro, pero, para esto, primero tendrá que recorrer muchos caminos que dejó sin recorrer.
El Lago de la Memoria efectivamente se ubica en lo que la cultura grecolatina llamaba ars memoriae, el arte de la memoria. Este arte comprendía una serie de técnicas y herramientas para memorizar un rango muy amplio de cosas, desde fechas importantes hasta discursos orales. La memoria se consideraba una habilidad, herramienta, y condición fundamental de la vida individual y colectiva. Como individuos, la memoria nos da identidad y nos permite tener agencia en el mundo. Como sociedad, la memoria nos da sentido de cohesión y nos da un pasado común sobre el cual forjamos nuestras comunidades–– aunque a veces sea utilizado para seguir agendas ideológicas.
José Francisco hace su propio arte de la memoria al escribir una novela en la cual el recuerdo no es demonizado, pero tampoco romantizado. Al final de su trayectoria, y sin ánimo de revelar muchos detalles, Victoria y Arlen entienden que la memoria es algo que se vive, que tiene muchos matices y que, a veces, simplemente nos lleva a aceptar las ambivalencias que surgen en el cruce de aquello-que-fue y aquello-que-pudo-ser.
Para atar el pasado con el presente y el futuro, la novela hace un juego, en mi opinión, con tres géneros diferentes: lo extraño, lo maravilloso, y lo fantástico. Acá me baso en el trabajo del crítico literario Tzvetan Todorov quien hace esta distinción. Para Todorov, el género de lo extraño se encuentra en relatos sobre hechos asombrosos, increíbles, o maravillosos, que llegan a tener una explicación racional––pensemos en las historias de detectives de Conan Doyle o Poe, por ejemplo. Por otro lado, lo maravilloso, nos dice Todorov, se encuentra en narraciones de hechos supernaturales, que no tienen explicación– –como todo el horror cósmico típico de Lovecraft. Finalmente, lo fantástico significa un juego entre lo real y lo ficticio, siempre dejando dudas de la veracidad de lo que pasó––como el personaje de Cortázar que vomita conejitos o el Funes de Borges quien, muy acorde a nuestro tema, puede recordar cada detalle específico que ha acontecido en su vida.
En El Lago de la Memoria, muchos episodios forman parte de lo extraño, pueden ser explicados y llegan a tener su debida justificación; otros forman parte de lo maravilloso, y escapan la racionalidad de los personajes, y les obliga a aceptarlos, a tener fe en ellos, a superar toda duda, a atravesar la contradicción. En esta novela, vemos lo fantástico en las preguntas que tienen los personajes, pero también en las preguntas que les deja a los lectores: ¿todo lo que pasó es real? ¿efectivamente Victoria y Arlen cambiaron de realidad? ¿O todo es una metáfora y todo lo vemos a través de la mente infantil de una niña? Con esto, José Francisco nos devela el truco final de la novela: evidenciar que todo lo que recordamos, por más mundano, doloroso, íntimo, o feliz que sea, nos llega a través de memorias que son extrañas, maravillosas, y fantásticas al mismo tiempo.
Quisiera cerrar este comentario con una anécdota. Hace unas semanas, después de aplicar un quiz, mis estudiantes de Análisis del Discurso me reclamaron por lo que consideran un método de evaluación, en sus palabras, “memorístico”. Para ellos, ellas, y elles, memorizar es algo obsoleto, que ya no se debe incentivar. Y no quiero que esto se entienda como un reclamo grosero y malintencionado hacia elles. Nada más están bebiendo de ideas que cada vez se hacen más recurrentes en nuestra ECCC y en nuestro país: ¿para qué memorizar? ¿de qué sirve?
Cuando me pasó esto, se me vino a la cabeza una carta que Umberto Eco le había escrito a su nieto y que circuló mucho cuando él murió. Eco le advertía al muchacho sobre la pérdida de la memoria. Le pedía no ampararse siempre en lo digital, en el Internet, para recordar las cosas. Le pedía ejercitarla, como cualquier músculo. Porque a través de la memoria, recordamos nuestra historia, y podemos hacerle frente a todo intento de alterarla, podemos recordar nuestros errores para procurar mejorar como personas y buscar nuestro perdón y nuestra redención sea a donde sea que deba estar. Para Umberto Eco, cultivar la memoria es vivir muchas vidas, es aprender que todas, todos, y todos también vivimos diferente, y que tenemos muchos puntos de vista.
En El Lago de la Memoria, José Francisco nos demuestra la importancia de aprender a estar con nuestras memorias. Y nos invita a ejercitarla. ¿Qué pasaría si cada una de nosotras, nosotros, y nosotres, emprende el mismo viaje que Victoria y Arlen? Si nos perdiéramos en el mundo de las cosas perdidas, ¿qué haríamos? ¿Cómo es nuestro propio lago de la memoria? ¿Cómo son sus aguas?
Cuando uno termina de leer esta novela es inevitable pensar: “estoy hecho de memorias, y gracias a esto, soy lo que soy”. Como Victoria, nuestros sueños están incompletos hasta que logramos mirar hacia atrás y podemos sonreír.