Maureen Méndez Montero. Docente y Filóloga del Colegio de San Luis Gonzaga y de la Universidad Estatal a Distancia.
El lago de la memoria, del escritor nicaragüense-costarricense José Francisco Correa Navas, se construye a partir de una premisa profundamente humana: todos, a lo largo de la vida, vamos perdiendo cosas. Pero esas pérdidas no se reducen a los objetos materiales; en realidad, lo que más extraviamos son los recuerdos, las conexiones, los fragmentos de nuestra historia personal y colectiva. La novela parte de esta reflexión para trazar un viaje simbólico en el que lo extraviado —ya sean objetos, vínculos o memorias— reaparece en un espacio mágico que desafía las fronteras entre la realidad y la fantasía.
El relato sigue a Victoria, una mujer disidente del régimen nicaragüense que, tras más de treinta años de exilio en Estados Unidos, regresa a su país natal para conocer a su nieta Arlene. En ese retorno se entrelazan las ausencias políticas y las afectivas: la protagonista ha perdido la relación con su hija, el contacto con su tierra, la cotidianidad de su idioma, los rostros de su gente y, sobre todo, una parte de sí misma. Su regreso no es solo un viaje físico hacia Nicaragua, sino una travesía interior hacia lo que el tiempo, la distancia y el dolor le arrebataron.
Durante un paseo familiar, Victoria y su nieta se extravían y descubren un lago insólito, un lugar donde reposan los objetos perdidos del mundo: calcetines, libros, lápices, aretes, plumas, juguetes. Este espacio fantástico funciona como un archivo de la memoria colectiva, un territorio donde las cosas olvidadas adquieren voz y sentido. Correa Navas convierte lo cotidiano en símbolo y dota a los objetos de un valor alegórico: una pluma fuente puede representar la justicia; un cabito de lápiz, la figura del contador; las armas, el poder y la violencia. Así, cada objeto se transforma en una metáfora de las estructuras sociales, políticas y emocionales que han marcado a los pueblos latinoamericanos.
El tránsito de lo realista a lo fantástico no es un simple recurso estético, sino un mecanismo simbólico que subraya la fragilidad de la memoria y la necesidad del reencuentro. El lector que inicia la lectura desde una expectativa realista se verá sorprendido por la irrupción de lo maravilloso, un viraje que permite comprender que la memoria —individual y colectiva— también se nutre de lo imaginario. En el lago, lo perdido se hace visible: no solo los objetos, sino también las historias, los afectos y las causas traicionadas.
En ese sentido, la novela opera en distintos niveles de lectura. En la superficie, narra la historia de una familia marcada por el exilio y el reencuentro. En un nivel más profundo, reflexiona sobre la identidad y la pertenencia, sobre el modo en que los seres humanos intentamos recomponer nuestra historia personal cuando el pasado ha sido interrumpido por la violencia o el desarraigo. Finalmente, en su dimensión política, la obra se erige como una alegoría de los sistemas autoritarios latinoamericanos, aquellos que prometieron la libertad y terminaron devorando sus propios ideales. Nicaragua aparece como referente evidente, pero el eco se extiende hacia otros contextos —El Salvador, Venezuela y más allá—, donde los sueños revolucionarios se transformaron en regímenes opresivos.
Correa Navas logra, con una prosa precisa y poética, tender un puente entre la intimidad y la historia. El lago de la memoria nos recuerda que el olvido es una forma de pérdida, pero también que la evocación es un acto de resistencia. En el fondo, la novela es una invitación a mirar atrás sin miedo, a bucear en el lago de nuestros propios recuerdos para rescatar lo que creíamos irremediablemente extraviado: la memoria, la dignidad y la esperanza.