viernes, 2 de mayo de 2025

El lago de la memoria de José Francisco Correa, el publicista nica respetado en Costa Rica

Migró en 1978 huyendo de la guerra y aunque soñaba con ser cineasta, las vueltas de la vida acabaron por convertirlo en un talentoso publicista en Costa Rica y ha publicado una novela recordando sus raíces nicaragüenses.

Redacción Publicado Domingo 23 de marzo de 2025 12:01 AM. La Prensa. Nicaragua.

Quiso ser arquitecto y se arrepintió a último minuto. José Francisco Correa soñó también con ser productor de cine, pero no existía en la oferta universitaria local y su familia no tenía recursos para enviarlo a otro país para cumplir esa fantasía. Al final optó por Publicidad.

Y fue publicista de éxito, además de docente universitario, investigador, vendedor y ahora novelista: José Francisco Correa Navas, un migrante nicaragüense, vuelve a sus raíces con el libro El lago de la memoria, una historia sobre lo que perdemos y lo que aún podemos reencontrar.

Durante más de cuatro décadas, José Francisco Correa, hoy de 61 años, ha sido una figura destacada en el ámbito de la comunicación, la publicidad y la academia en Costa Rica.

Fundador de una red regional de análisis de medios, impulsor de nuevas metodologías en estrategias de comunicación, y profesor de generaciones de comunicadores en la Universidad de Costa Rica, Correa ha combinado el oficio de emprender con el arte de enseñar.

Pero su trayectoria profesional no ha estado desligada de sus orígenes. Migrante desde los 14 años, Correa dejó Nicaragua en 1978 al borde de la guerra civil y construyó en Costa Rica una nueva vida marcada por el esfuerzo, la adaptación y el recuerdo.

Esa doble identidad —la del que se va, pero nunca se desprende del todo— es la que da forma a su nueva novela, El lago de la memoria, publicada por la Editorial Perro Azul.

La obra, que ha sido bien recibida por la crítica literaria costarricense, se mueve entre lo fantástico y lo histórico, entre lo doméstico y lo político, para contar el viaje de Victoria, una excombatiente nicaragüense que regresa del exilio y, al extraviarse junto a su nieta, entra en el país de las cosas perdidas. Una alegoría sobre la memoria, la pérdida y el reencuentro que, sin decirlo explícitamente, es también el viaje del propio autor hacia los objetos, afectos y paisajes de su infancia.

El publicista que quería hacer cine

Si alguien preguntara quién es José Francisco Correa Navas, más de uno respondería: “un académico”, “un consultor”, “un escritor”. Pero quizás la mejor manera de definirlo sea como un narrador en plural. Porque su vida se ha contado en varias voces y escenarios: el migrante, el publicista, el docente, el emprendedor, el novelista…

En la Costa Rica de los años ochenta, Correa no sólo fundó una de las empresas pioneras en monitoreo de publicidad en medios de la región —Media Gurú— sino que se atrevió a hacer lo que pocos: expandir su empresa a toda Centroamérica en plena posguerra. Lo hizo cuando aún no existían manuales de globalización para negocios pequeños.

Se casó siendo universitario, a los 19 años. A los 20 ya era padre y tenía una obligación y un deber que cumplir. Comenzó vendiendo zapatos de marca de casa en casa, a pagos, hasta que un amigo le propuso hacer monitoreo de la publicidad en los medios. Ahí fundó la empresa en 1985, recuerda. La llamaron Media Gurú y, para sorpresa suya, la fecha de constitución coincidió con el 19 de julio, aniversario de la Revolución que lo había alejado de su país. Mientras tanto, como si no fuera suficiente con dirigir una red regional de análisis publicitario, Correa también daba clases en la Universidad de Costa Rica (UCR) desde 1988. En las aulas formó generaciones en estrategia de medios, y desde la academia se convirtió en una figura respetada del mundo publicitario.

Granada en la maleta

José Francisco tenía 14 años cuando su madre decidió dejarlo todo y emigrar a Costa Rica. Era 1978, el preludio sangriento del fin de una dictadura y el inicio de otra historia nacional, igual de turbulenta. “Yo no quería venirme, pero había que hacerlo”, recuerda. Granada quedó atrás, pero no del todo.

Luego tocó adaptarse. A vivir como extranjero. A conocer a los otros.

“Mis amigos en la universidad siempre fueron los outsiders. Nunca los del centro. Creo que eso me reafirmó como alguien de fuera, pero también me permitió adaptarme”, confiesa Correa. Nunca renegó de su origen. Nunca lo disimuló. En los pasillos de la universidad, para sus amigos, siempre fue “el Nica”.

En su memoria, Nicaragua sigue viva en tardes de bicicleta rumbo al lago, en las escapadas a escondidas para nadar, en los juegos de trompo y las fajeadas aseguradas por desobediencia juvenil.

Hay también recuerdos de su vida como Boy Scout, de profesores como Fermín Iglesia, caricaturista de LA PRENSA, de concursos de dibujo, de libretas extraviadas con poemas de amor porque ya traía una vena de poeta: «En Nicaragua el que no es hijo de poeta es de…».

“Nos fuimos con la idea de regresar. Pero no regresamos”, dice. Esa memoria de un país que se fracturó lo acompaña como telón de fondo de todo lo que ha hecho, de lo que ha escrito.

El escritor y las cucharitas

Podría decirse que El lago de la memoria nació de una pérdida doméstica. Una tarde cualquiera, Correa descubrió que faltaban cinco cucharitas en su cocina. Entonces publicó un post en Facebook: “Help, debe haber un cielo o un infierno de las cucharitas. Se me han perdido cinco de doce. Que en paz descansen”.

Aquel chispazo insólito germinó en una novela. El post fue en 2011, pero no fue sino hasta 2017 que comenzó a escribir en serio. Falló en varios intentos, hasta que su amiga Damaris Madrigal se los rechazó sin piedad. Eran pésimos, lo admite. Luego acudió al escritor Rodrigo Soto, con quien se sentó cada mes a conversar de la vida: cucharitas, ideas, objetos, recuerdos, encuentros, pérdidas.

Pensó escribir la historia en un lugar sin definición, quería algo internacional, recuerda. Pero Rodrigo le dijo: ¿por qué no en América Latina? En un lugar del que vos tengás memoria, del que podás escribir. Y terminó situándola en Granada, lugar al que regresó casi 20 años después. Es, al final, una historia basada en una memoria muy suya. La novela, publicada veinte años después de su primer libro de cuentos, es un cruce de géneros, una mezcla de memorias y ficción, de arte y objetos, de lo que fuimos y lo que no volverá.

En sus propias palabras, no es una historia del exilio, sino del regreso. Del reencuentro con la niñez, con los ideales, con las pérdidas. Y, en el fondo, una travesía íntima del autor por su propia historia familiar, por el hilo político del país y por el pasado.

El país de las cosas perdidas

El lago de la memoria sigue a Victoria, una excombatiente de la revolución nicaragüense que tras más de treinta años de autoexilio en Brooklyn, regresa a Nicaragua, de donde salió a mediados de los años ochenta por contradicciones con su partido. Vuelve para reencontrarse con su hija Raquel, a quien dejó en brazos de los abuelos durante los años más cruentos del conflicto, y para conocer a su nieta Arlen.

En un paseo familiar, abuela y nieta se extravían y terminan —como si lo onírico se hubiese infiltrado en la realidad— en un universo paralelo: El país de las cosas perdidas.

Un territorio habitado por objetos extraviados: calcetines sin par, encendedores sin dueño, botones huérfanos, cucharitas solitarias. Y también por emociones suspendidas, heridas sin sanar, recuerdos que no encuentran reposo. En ese mundo, Victoria encuentra aliados insospechados y, sobre todo, claves para comprender su propio extravío.

La novela reconstruye la fractura de una vida, la de Victoria, y al mismo tiempo la de miles de vidas interrumpidas por la guerra, el exilio, la migración, el silencio. Desde la terminal aérea hasta las calles de Chorizo, en Managua, pasando por recuerdos del Repliegue a Masaya, del amor perdido con Camilo, del dolor de saberse ausente cuando más la necesitaban. El lago de la memoria se convierte en una parábola sobre lo que hemos sido y lo que todavía somos.

“Si nos perdemos, debemos buscarnos para encontrarnos”, reza una de las frases centrales de la novela. Y eso es lo que hace José Francisco Correa en esta obra: buscarse a través de Victoria. Volver, como ella, a su origen. Desenterrar los escombros de la memoria para entender qué quedó allí, flotando en el fondo.

La crítica ha sido generosa y ha destacado la creatividad de combinar una alegoría política con el registro fantástico y el rigor minucioso del cronista; destacan, además, el lenguaje y la potencia simbólica de los desaparecidos, así como la riqueza visual de su mundo.

Correa no sabe si habrá una adaptación al cine, pero si la hubiera, dice que le gustaría que se contara como una historia de Pixar. Fantástica, híbrida, conmovedora. De momento, no tiene prisa. El libro está en librerías, en presentaciones, en manos de lectores que —como él— buscan en las páginas algún objeto perdido de su propia vida.

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